Fue la tarde del penúltimo domingo de un año no bisiesto cuando caí en este profundo sopor. No me pinché con el huso de una rueca; ni tampoco tomé el brebaje de tres corazones de ternero en vinagre y orines de mujer. No tuve que salir del corral y pasear una noche entre las once y las doce con un plátano bajo el brazo. Tampoco mordí una manzana, ni lancé de espaldas un granito de sal. No, no ocurrió así.
Fue la tarde del penúltimo domingo de un año no bisiesto cuando presioné aquel azul y azaroso enlace. Y la voz cavernosa de una cara arrugada y seca retumbó en mis audífonos: “Que lo que me pasó a mí te pase a ti, que el invierno, disfrazado de verano te sepulte.” Sentenció la recelosa, con una ruidosa carcajada. Mis ojos, mis manos y mi lengua se plegaron y secaron antes de poder salir del Zoom. Todavía llevo grabado en la frente su devastador Abracadabra, pero he descubierto en mi pecho, milagrosamente, que tengo por ajo un corazón.