Un agosto, hace casi cincuenta años, abrió sus puertas a todos. Hoy, las abre para mí. Entro lentamente como inicia la Czardas de Vittorio Monti. Con el respeto imprescindible que merece un templo sagrado. Mi silla y yo encogidas, embobadas por el sonido majestuoso de tanta historia, óperas, recitales, y teatro, que nos recuerdan que “Toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.”. Vivo los amoríos de Don Juan, reencarno en Bernarda Alba, y juro a mi Romeo dejar a los Capuleto. Cuando creo alcanzar el colmo de la insania, cruzo el umbral de su gran sala, esa que lleva el nombre de nuestro eterno y aclamado violinista, aquella que puede albergar a 1,578 soñadores.
Empiezo entonces un viaje irreprimible, es un concierto de palpitaciones a cinco tiempos que amenaza con desbordarme. Es una sinfonía de latidos de lo no nombrado, de lo que no puede expresarse en palabras, sino en imágenes, en impulsos, en emoción. Tun tun tun tun tun. Tun tun tun tun tun. Desciendo la escalinata y mi corazón se desboca en una carrera desenfrenada como esa interpretación húngara que marea mis sentidos. Como ráfagas las estampas se suceden una tras otra, veo al arquitecto Carbonell diseñando sus balcones colgantes, escucho la clara y esplendorosa voz del barítono puertoplateño, cuyo nombre bautizará el lugar. Toco la textura vívida del rojo de sus butacas y huelo la sobria caoba de sus paredes. Tun tun, el foso de la orquesta. Tun tun, el escenario, tun, una solista, tun tun tun miles de voces. Ya no puedo más, su concha acústica, la misma del Lincoln Center, reproduce la nota más aguda… Me desplomo y muero. Asciendo feliz a la gloria, deshecha en aplausos.
Priscilla Velázquez Rivera
Gracias al Teatro Nacional Eduardo Brito, a todo su amable equipo por recibir a #vivirlaspalabras y regalarnos la magia de #vivirelteatro.