Sucedió hace años en casa de mis padres. Había roto con algún novio y me entregaba a la húmeda tarea de recordar sus querencias. Su retirada, que anunció con un “terminamos”, como se decía entonces, exprimía mis ojos. Manaba agua de ellos como un otoño en Galicia, como el aguacero más “berraco” en Tutunendo; me desbordaba como el Bajabonico en Puerto Plata después de una vaguada. Mis tres hermanos, ante tal derrumbe en una niña de basalto corrieron a consolarme y rodearon la cama en la que me encontraba sentada e inundada. Entonces ocurrió. Entre jadeos y jipíos me vi al espejo. Estaba empapada, mojada. Las lágrimas se deslizaban como cera por mis mejillas, por la vela de mi cuello y llegaban al escote. ¡Mis senos se crecían con cada sollozo! Yo que soy tan plana como el salar de Uyuni, como las Dunas de Baní, como la N-301 entre Cuenca y Albacete, me vi tan atractiva en el espejo, a pesar de tanta pena, que sin más dejé de llover y empecé a posar como una modelo de Victoria’s Secret, como la alegre Madonna de Davinci frente a las caras boquiabiertas de mis hermanos. Di un beso al cristal y dije: “No pasa nada, Priscilla”. Desde entonces empezó mi relación con el espejo. Además de verme, contemplo mis emociones en él. Lo encaro. Lo miro y pongo valor a aquello que me satisface o no de mi identidad, no solo de mi imagen. Me choco los cinco, o me regaño. Con los autorretratos que trajo la tecnología, muchas veces deja de ser un acto íntimo donde me guiño el ojo y comparto en las redes la fotografía acompañada a mis pensamientos, como ahora. Muchos lo asocian al mito de Narciso, yo lo veo más como aquella frase de Frida: “Soy mi propia musa. Soy el sujeto que mejor conozco. El tema que quiero mejorar”. Tomarnos una autofoto porque sí, requiere suficiente amor propio para potenciar lo que nos gusta de nosotros mismos y convivir con aquello que no, no necesariamente obviarlo. Tomarnos una “selfie” requiere valentía. Publicarla requiere libertad.
