«Muchos amigos me han ayudado a escribir esta clase magistral sobre cinco siglos de aportes de las mujeres hispanoamericanas. Algunas de ellas son tan ilustres y ya reconocidas que apenas me atrevo a nombrarlas. Muchos movimientos luchan para que se visualicen las intelectuales, poetas, artistas y creadoras del continente. Así que después de tantas horas en formular mis pesquisas para otorgar la erudición histórica a esta clase, decido no llevarla a cabo. He perdido totalmente el interés de repetirme. Prefiero contarles otra historia: la historia de las otras. Una “otra” en particular, alguien con quien estoy en perpetua deuda, alguien no menos formidable. Aprovechemos esta imagen para reflexionar unos segundos en su humilde apariencia». Pensó el profesor mirando la mujer proyectada en la pantalla. Se esforzaba por construir lo que diría de ella otro historiador, un historiador que publicara su biografía. Mientras tanto la memoria no dejaba de presentarle la cara de Vicenta Gómez, como si aquella umbrosa señora, de mejillas caídas, manos rugosas y paño en la cabeza, fuera una reina en su trono a quien él tuviera que rendir honores. Quería decir una frase, directa, simple. Sacudía su cabeza desdeñando el ingenio, como si no encontrara la palabra justa que reverenciara siquiera de lejos a esa mujer. Los segundos se hinchaban y al profesor, le llegaban más que palabras, sesenta años de recuerdos olfativos, auditivos: fogones de leña cuajando leche de arroz; bateas repletas de ropa ajena y esas manos refregándolas sobre una tabla; ajados techos de zinc por donde se colaban gruesas gotas de lluvia mojando el colchón de cinco hermanos. Más bien cuatro, el menor se ahogó. El último huracán lo arrancó de los brazos de ella. Su alma se arrojó tras él, su cuerpo se quedó represando a los otros críos. Cuando el sol salió de puntillas, levantó el rancho por tercera vez, remendó los colchones, el mosquitero y su corazón.
–Mamá, ¿no tiene miedo? –preguntó el hijo mayor.
–En la vida siempre se tiene mieo, hijo. Pa no tenerlo hay que estar muerto y muerto está su hermanito. ¡Pobre angelito mío! Procure usted convertirse en algo bueno, haga algo bueno con su vida ya que ayer no la perdió.
Lavó las sotanas de todos los Jesuitas de aquel único Instituto Politécnico a cambio de la educación de su sus cuatro vástagos. Aprendió a leer a los veintisiete e intentó buscar trabajo en aquel pueblito suyo. Nada consiguió. Los callos ya no rentaban para matricularlos en la universidad.
–Hijos, he arreglao todos los papeles falsos que se puedan necesitar. He tomao prestao algunos cuartos a las doñas del lavado y me voy a marchar. No quiero pa ustedes lo que he tenido pa mí. Nunca les he mentío. Haré lo que haga falta. Saben que mi pai me apostó en la gallera y me perdió. Ese señor era casao, me visitó cinco veces dejándome premiá en cada una. Porque ustedes son mi premio, ¡sí señor! Por eso he lavao, he vendío frutas, he tratado de no búscame la vida haciendo lo mal hecho, pero nada má Dios sabe to lo que hace una mai por sus hijos.
Los cuatro niños la miraban con compasión, solo el mayor se atrevió a preguntar.
–Mamá, no se vaya, no hace falta. Yo estoy de limpiabotas. Acaso, ¿no tiene miedo?
–En la vida siempre se tiene mieo, hijo. Pa no tenerlo hay que estar muerto y muerto está su hermanito. ¡Pobre angelito mío! Procuren ustedes convertirse en algo bueno, hagan algo bueno con su vida y con la de los demás eso da sentío.
Llegó a la ciudad manchega de Albacete. Cambió el lavado de ropa ajena por el de retretes, también ajenos, limpió la porquería de mucha gente e intentó encontrar algo más. Las remesas no alcanzaban para terminar la universidad. Entonces cambió los retretes y los callos para vender la más prohibida de todas las frutas. Lo confesó en una llamada a su hijo mayor faltando pocos meses para su graduación.
–Lamento mucho decirte esto hijo mío, pero eso con agua y jabón tiene –dijo entre sollozos.
–Mamá, ¿tiene miedo?
–Sí, hijo. En la vida siempre se tiene mieo. Pero usted y sus hermanos son una buena razón pa vivir. Usted pronto se graduará y se convertirá en algo más que un limpiabotas. Hará algo bueno con su vida y con la de los demás. Eso me ha dao sentío».
El profesor volviendo de su letárgico pensamiento y poniéndose finalmente de pie inició su disertación diciendo su verdad más pura y simple.
–Muchos amigos me han ayudado a escribir esta clase magistral sobre cinco siglos de aportes de las mujeres hispanoamericanas. Algunas de ellas son tan ilustres y ya reconocidas que apenas me atrevo a nombrarlas. Muchos movimientos luchan para que se visualicen los aportes de las intelectuales, poetas, artistas y creadoras del continente. Así que después de tantas horas en formular mis pesquisas para otorgar la erudición histórica a esta clase, decido no llevarla a cabo. He perdido totalmente el interés de repetirme. Prefiero contarles otra historia: la historia de las otras. Una “otra” en particular, alguien con quien estoy en perpetua deuda, alguien no menos formidable –hizo una pausa para encender el registro.
–Grabando. Esta es sociología de género. Stanford University. Clase magistral #12: “La historia de las otras”. Soy Edward Gómez, PHD en sociología. Soy el hijo mayor de Vicenta Gómez, la señora de la imagen. Esa otra en particular con quien estoy en perpetua deuda, alguien no menos formidable. No fue virreina, ni maestra, ni escritora, ni enfermera en guerra alguna. Fue cazadora de un sueño, lavandera, vendedora de todas las frutas, friega retretes, buena madre, y trabajadora sexual, o ¿cómo le llaman ustedes? ¿puta?. Sí, soy el hijo orgulloso de una singular puta. Si ella no es una heroína, ¿qué será entonces? Aprovechemos esta imagen para reflexionar unos segundos en su humilde apariencia –dijo el profesor mirando con una sonrisa a la mujer proyectada en el muro.
