Fue el último viernes de junio. Llevaba cuarenta minutos construyendo en la arena el fuerte del rinoceronte para mi hijo quien tomaba un baño con su padre en el mar. Quería sorprenderlo. Y así fue, cuando lo vio dijo: “Mamá, ¡qué bonito!, ahora ¿qué te parece si lo destruimos?”.
No pude evitar pensar en el saqueo de los bárbaros a Roma, o en lo que el tiempo hace a las edificaciones sempiternas, o como arrasa un huracán con una isla en pocas horas, pensé en la casa de un antiguo vecino que voló ante nuestros ojos pegados como calcomanías a la ventana durante el ciclón David. Recordé lo rápido y fácil que el viento la arrancó de la calle, salió como un dulce tubérculo, como una dulce remolacha de hoja lacia que se extrae del suelo a mano sin oponer resistencia. Y recordé también lo lento y difícil que resultó para nuestro vecino volverla a levantar. O ese rayo que carbonizó en segundos un olivo centenario el verano pasado en un olvidado pueblo manchego. La memoria descargó una metralleta de incendiadas imágenes, las Torres Gemelas de Nueva York; un oleoducto en Colombia; cuatro trenes en Madrid. También disparó el recuerdo de la sociedad que destruyó la fama de aquella modelo cordobesa protagonista de mi novela, por posar con un hombro descubierto para el famoso pintor Julio Romero de Torres, y otros fuegos de distancias más cortas como un grupo de rostros conocidos, impotentes e incapaces para crear o para ver crecer algo, que se lanzaron con incuria y en loco afán a la destrucción.
Quiero que el rostro de mi niño sea parte del otro grupo, del que crea, del que construye. Así que le respondí: “Gonzalo, destruir es un juego muy fácil. Destruir no exige ni preparación, ni cualidades, ni esfuerzo, con un solo pie tumbarías este fuerte y eliminarías al rinoceronte, y el trabajo que hizo mamá. ¿Sabes qué necesitó mamá para construir este fuerte? Paciencia, voluntad y sobre todo, amor. Todo lo que merece la pena ha nacido de un esfuerzo creador, el mar, el sol, este lugar, nuestro hogar, hay mucha alegría en crear, y mucho dolor en destruir. Quiero que seas un creador.” Creo que comprendió, pues con su carita mojada me besó y me dijo: “¿Qué te parece si hacemos los tres juntos otro fuerte aún más grande?” Y así ese último viernes de junio, junto con el del rinoceronte, Gonzalo construyó dentro de mí la mayor de las fortalezas.
