Aunque no profeso religión alguna, siempre he intentado descubrir herramientas espirituales que me ayuden a ser la mejor versión de mí misma aquí en la tierra. Tengo muchos maestros espirituales. Hay una en especial que es estudiante de Kabbalah y que me ha ayudado mucho. Se llama Prana Pascual. Ella ha sido un canal, una gran herramienta, sin duda alguna.
Con ella aprendí a descubrir uno de mis Tikun. Esta palabra se deriva del arameo y en Kabbalah se refiere a la rectificación, a la reparación. Se asocia al karma (en sánscrito). Comprender y asumir nuestro Tikun equivale a entender a qué vinimos a este mundo. Nos ayuda a perfilar las exigencias de nuestra conciencia respecto a problemas no resueltos, a comprender nuestras debilidades, a repasar las asignaturas pendientes para aprobarlas en esta nueva oportunidad que nosotros mismos hemos elegido para ello y dejar atrás los conflictos y situaciones que se repiten sin dar tregua.
Uno de mis Tikun es convertirme en mi primera y última autoridad en esta vida. Anteponer mis valores a los ajenos. Atreverme a no gustar como se titula el libro de Ichiro Kishimi y Fumitake Yoga (el que aún no he leído). Muchas veces, no todas, preferí ser vista como “Yo, la buena” en vez de “Yo, la justa”, porque ser justo, en ocasiones es visto como ser cruel, y la crueldad subjetiva o no, se rechaza. Decir “no” al hijo que quiere ver una hora más de televisión; negarte a ir a un almuerzo con un grupo en el que no encajas; no llamar un día especial a un familiar que, no es familia, ni de alma ni de corazón ni de sangre, solo por cumplir, o por un mal entendido concepto de educación, cuando simplemente no te importa; quedarte con el empleo que no te llena porque es un visado social; o en una relación que nunca lo ha sido; o mantener una sociedad que no funciona; no despedir al empleado ineficiente por “pena”. Eso no es espiritual. Es incoherencia. En Kabbalah aprendí lo que es la disciplina en la vinculación. A veces es más difícil estar en lo correcto que estar equivocado, es más duro ser cruel que ser bondadoso. A veces venimos a establecer límites y hay que hacerlo con dignidad humana y claramente, como el agua. Aunque con ello no gustemos.
No se trata de egoísmo, es reconocer esa parte divina de nuestra personalidad y honrarla a pesar de no encajar, es volver a la unidad, a la coherencia, a la auténtica misión encomendada a cada uno de nosotros.
Por eso, a veces, mandar al carajo desde el amor propio a personas, lugares y cosas, también es espiritual.
